Una cuestión de justicia

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Escrito por Ángel Manuel Rodríguez

¿Por qué Dios escogió salvar a la raza humana, pero no a Lucifer y sus ángeles?

La pregunta parece estar basada en la falsa suposición de que Dios no procuró salvar a Lucifer. Acaso se quiere preguntar por qué Dios no envió a su Hijo para salvar a los ángeles caídos. Aunque el conflicto cósmico es un tema central de la teología bíblica, no hay una exposición detallada de su origen en la Biblia, lo que hace difícil saber todo lo que Dios hizo por la hueste celestial al comienzo del conflicto. Todo lo que puedo hacer es compartir parte de lo que pienso en relación con su pregunta.

1. La justicia y el amor: El pecado no fue creado, ni llegó a la existencia. Es en efecto la negación tanto de la creación como de la existencia. Implica la adopción de la «descreación» por parte de criaturas inteligentes, que escogieron la nada de la no existencia a la vez que reclamaban el derecho irracional de existir en forma independiente de Dios. No había razón para la rebelión de un grupo de seres celestiales. Por lo tanto, Dios actuó con justicia al condenarlos. Al mismo tiempo, actuó con amor al no permitir que la «descreación» superara totalmente su buena creación. La integridad del juicio divino contra los ángeles rebeldes será incluso reconocida por ellos al final del conflicto cósmico (véase por ej. Fil. 2:10, 11).

2. La singularidad del pecado de Lucifer: Solemos entender el pecado como una condición (es decir, la naturaleza pecaminosa) o como un acto (es decir, la violación de la Ley). En el caso de Lucifer y sus ángeles, estamos frente a la expresión más extraña del pecado y el mal, que aún no están presentes, sino que se están gestando dentro de los ángeles. Eso altera la naturaleza de ellos de una manera radical, porque la descompone. Esa anomalía caótica fue desintegrando un segmento de la creación divina y se expresó en rebelión contra la voluntad del Creador. Aún no existía un poder externo que tentase a las criaturas al pecado. Estamos frente al momento en que se originó el pecado y el mal. No fue la condición de Adán y Eva. Sin embargo, el pecado de ellos fue tan inexcusable como el de Lucifer, y mereció el mismo castigo.

3. Resolución y revelación: Dios hizo todo lo que pudo para salvar no solo a Lucifer y sus ángeles sino también a la raza humana. La Biblia indica un diálogo constante con los ángeles rebeldes, en un intento por persuadirlos de que su curso de acción dañaría el orden cósmico y también los afectaría. Dios procuró abortar el origen del pecado. Por medio de su Hijo –el Mediador entre Dios y su creación (Col. 1:15)– Dios les reveló su infinito amor. Dado que habían estado tan cercanos a Dios, experimentaron de manera particular su amor y cuidado por todas sus criaturas. También se dieron cuenta de que el Hijo de Dios, que parecía haber sido uno más entre ellos –el Arcángel (Dan. 10:21; 12:1; Jud. 9; 1 Tes. 4:16; Apoc. 12:7)– no era otro que su Creador (Col. 1:16). Esa magnífica revelación presuntamente hizo que muchos ángeles devolvieran su lealtad a Dios, y debería haber puesto fin a la insurrección, pero no fue así. Se puso entonces en marcha un proceso judicial para examinar las pruebas y los argumentos, pero la decisión del tribunal fue clara: «Desde el día en que fuiste creado tu conducta fue irreprochable, hasta que la maldad halló cabida en ti» (Eze. 28:15, NVI). Satanás fue hallado culpable. Una vez que la naturaleza de autocorrupción del pecado (o del mal) anuló la creación de la bondad de la naturaleza de Lucifer y sus ángeles, ya no hubo nada que Dios podía hacer para salvarlos. Habían rechazado la revelación divina del amor de Dios por ellos.

Dios otorgó la misma opción a la raza humana. La revelación más gloriosa del amor de Dios por los pecadores, por medio de su Hijo –que se hizo uno de nosotros mediante la encarnación– nos ofrece la posibilidad de regresar para ser leales a Dios y vivir. El pecado y el mal casi han erradicado la imagen de Dios en nosotros, pero ese proceso puede ser interrumpido si vemos en Cristo la revelación más majestuosa de su amor, que condena con justicia a las criaturas rebeldes y salva a los pecadores arrepentidos (Rom. 3:25, 26).